La tutela es una de esas instituciones jurídicas tan antiguas y consolidadas en el imaginario colectivo, que todos creemos que la conocemos hasta que la realidad, a veces repentinamente, nos saca del error.
La prolongación de la vida gracias a los avances de la medicina motiva que en la actualidad no pocas personas mayores, a menudo residentes en geriátricos, pierdan la capacidad de autoregirse, de forma que algunos de sus bienes, desde las pensiones a las «»cartillas»» de ahorros, quedan en una situación confusa, en donde, con buena fe o sin ella, son frecuentes las corruptelas y modus operandi que, más tarde o más temprano, acaban en problemas legales.
El Código Civil impone a los parientes próximos la obligación de promover la constitución de la tutela desde el momento en que conocieren el hecho que la motivare, es decir, desde que sean conscientes de la situación física de incapacidad material o intelectual, pero advierte también que cualquier persona (incluidos los responsables de los geriátricos) pueden poner en conocimiento del Juez o el Fiscal el hecho determinante de la tutela.
Tanto en un caso como en otro, es verdad que por procedimientos distintos, va a haber siempre un familiar próximo sobre el que, además de la responsabilidad del cuidado del tutelado, van a recaer una serie de obligaciones de carácter formal (inventarios de bienes, rendición de cuentas, etc) que el Juzgado le va a recordar anualmente mediante requerimientos.
Es preciso advertir para completar el panorama, que todo ello no va a ser compensado con una autonomía efectiva del tutor para actuar en interés del tutelado de la forma y manera que crea más conveniente para sus intereses. En la práctica, el verdadero tutor va a ser el Juez que es quien, conforme a nuestra legislación, debe autorizar expresamente cualquier disposición sobre los bienes del tutelado.
Tras la reciente entrada en vigor de la Ley de la Jurisdicción Voluntaria, incluso los meros guardadores de hecho pueden ser compelidos judicialmente a dar explicaciones sobre la situación de la persona y bienes del incapaz a su cargo, así como de su actuación en relación con los mismos.
Fácil es comprender, en conclusión, que no sea infrecuente que los llamados a la tutoría se excusen y traten de eludir el nombramiento y también que, ante esta realidad, existan hasta agencias públicas, promovidas por casi todas las comunidades autónomas, que se ocupan –desde luego no pietatis causa– de asumir tutelas.
Lector: si alguna vez le toca ser tutor y acepta su cuota de solidaridad, o simplemente es de hecho guardador de una persona que no puede regirse por sí misma, tenga claro que, pese a los inconvenientes expuestos, es infinitamente más ventajoso que los documentos con los que opere en interés de un incapaz sean consecuentes con la realidad. Y que aquello de tener los papeles en regla es una de los consejos más valiosos que nuestros mayores nos legaron.